viernes, 5 de diciembre de 2008

Palabras de Vianco Martínez en el seminario regional


Palabras de Vianco Martínez en el seminario regional

UNESCO-PUCMM: Libertad de expresión de los y las periodistas

Buenas tardes, colegas

Yo soy Vianco Martínez, la persona que la noche del 23 de agosto de este año fue sacada violentamente del recinto del Teatro Nacional por unos espalderos mientras esperaba para realizar una entrevista periodística.

Nunca estará de más recordar a los periodistas que están en ejercicio y a los que pronto lo estarán, la manera en que fue tratado uno de sus colegas el día que unos espalderos sin ninguna autoridad decidieron, sin derecho alguno, que un periodista no podía estar en un escenario donde se producen noticias y procedieron a cargarse el estado de derecho que ampara el ejercicio de esta profesión.

Yo estaba sentado en una silla, lo cual ya es una condición. Llegaron estos sujetos investidos de ignorancia y me conminaron a salir en tono insultante, bajo amenaza de que si no lo hacía, ellos me sacarían. Cuando de repente empezaron a cumplir su promesa, lo hicieron de la siguiente manera:

El nombrado Josué Vargas, un sujeto de seis pies, lentes oscuros y cabeza rapada, que cuando abre la boca sólo sabe decir "al periodista lo que hicimos fue aplicarle los procedimientos, al periodista lo que hicimos fue aplicarle los procedimientos", me fue encima mientras yo permanecía sentado y empezó a ahorcarme. Ahorcándome, me paró del asiento y me llevó al pasillo de la Sala Principal, donde trató de tirarme al suelo, todo eso después que Rafael Emilio Vargas, el otro espaldero, me había arrebatado los equipos de trabajo, grabadora, libreta de notas y todo lo demás.

En medio de aquella inverosímil situación, me tomó por la nuca con una mano y con la otra me retorció el brazo izquierdo sobre la espalda, y así, en esas humillantes condiciones, como un delincuente, un hombre llamado Josué Vargas y otro llamado Rafael Emilio Vargas, espalderos de un cuestionado empresario artístico llamado Saymon Díaz, sacaron al periodista Vianco Martínez de la Sala Principal del Teatro Nacional, un periodista que lo único que hacía allí era esperar una entrevista, por la que había luchado sin irrespetar a nadie, sin molestar a nadie y sin atravesar los límites.

Este relato no puede ser olvidado porque ya forma parte de la historia patria de la infamia que se ha escrito en los últimos tiempos en contra del ejercicio periodístico y de una libertad de prensa que muchas veces se ha ensombrecido con el apoyo oficial en unos casos y con la indiferencia en otros.

Que esto haya sucedido en medio de una situación donde más de 60 periodistas hayan sido víctima de maltrato, (entre atropellos físicos, vejámenes morales, decisiones judiciales, amenazas de muerte o de violencia en cualquiera de sus manifestaciones) indica que estamos ante una situación que hay que considerar como un visible deterioro de la libertad de prensa en la República Dominicana, un deterioro que crece como una sombra en la medida en que las instancias correspondientes no toman las decisiones adecuadas, y que se alimenta cada semana a un ritmo que ya es preocupación.

El derecho de un periodista a acceder a las fuentes de información en un país donde hasta una Ley de Acceso a la Información está vigente, no está en discusión. Lo que hay que llevar al debate en las actuales condiciones son las acciones de personas o personeros que, con autoridad o sin ella, están atacando lo que es uno de los pilares fundamentales del estado de derecho.

Hay una diferencia muy pequeña entre la acción de agredir a un periodista y la acción de permitirlo.

La violencia es la obra maestra de la ignorancia. Así que el que acude a ella para agredir a un ciudadano –sea periodista o sea barrendero del Ayuntamiento- es, por definición, un ignorante. Pero además, es una persona con una vocación despótica, un troglodita y un proyecto avanzado de energúmeno al que la sociedad, para poder avanzar, tiene que terminar poniendo en su lugar, a través de los mecanismos que provee la ley.

Ahora, el que permite que se agreda a un periodista tiene muy poca conciencia democrática y un alto sentido de complicidad con los agresores de periodistas que, por lo general, son personas enquistadas en el poder o asociadas a él, o con unos apellidos que se creen intocables. Esto es más grave si el que lo permite es fiscal o es juez.

El daño que causa la impunidad es del mismo tamaño, o quizás mayor, que el daño que causa la agresión. El regalo de la indiferencia que se le concede a los agresores es un incentivo para que estas cosas sigan sucediendo.

Cuando quien lo permite es la propia víctima –en este caso el periodista que la sufre- la cosa es un poco más complicada porque tiene que ver con la indiferencia y con esa triste capacidad del ser humano de convivir con la infamia y acostumbrarse a vivir de rodillas.

La indiferencia es prima hermana de la calamidad. Cuando un periodista es agredido no puede callar. Si calla le está echando maíz a la intolerancia para que crezca y para que, poco a poco, vaya tomando otras dimensiones. El silencio no es el arma de los periodistas, tampoco es su opción. El arma de los periodistas es la palabra y por ella tenemos que estar dispuestos a todo.

Cuando sucedió lo del Teatro Nacional yo fui al lugar indicado, a la justicia, y ahí estoy luchando, día a día, contra la sordera de algunas instancias, contra la incomprensión de alguna gente y contra la fuerza del dinero y de varios apellidos sonoros, para que esta infamia que se cometió contra el periodismo dominicano no quede impune.

Si he acudido a la ley y al amparo de la justicia es porque estoy plenamente convencido de la implicación que tiene ese episodio en el ejercicio de la libertad de prensa; si he acudido a la ley y al amparo de la justicia y sus instituciones es para que no involucionemos y no regresemos a un estado primitivo; si he acudido a la ley y al amparo de la justicia es para evitar que en lo adelante a una libreta de apuntes y a una grabadora se le responda con una patada y para que unos espalderos no sigan imponiendo su ley cada vez que les venga en gana; en fin, si he acudido a la ley y al amparo de la justicia es para que esto que ocurrió en el recinto del Teatro Nacional la triste noche del 23 de agosto NUNCA MAS vuelva a suceder.

Estoy profundamente convencido de que el día que los espalderos Rafael Emilio Vargas y Josué Vargas arrastraron por el piso a un reportero, y arrastraron sus equipos, sus preguntas y una parte de sus sueños, ese día arrastraron al periodismo dominicano, lo vilipendiaron y lo hirieron de muerte, un todo incluido donde se fue al carajo la Constitución de la República, la Ley de Expresión y Difusión del Pensamiento, la libertad de tránsito y el derecho a realizar un trabajo sin cortapisas. Ese día murieron muchas cosas y la justicia todavía no se ha dado cuenta.

A la hora de tomar decisiones sobre ese episodio decadente hay que pensar que la envergadura de esa acción no se mide por las lesiones físicas causadas a una persona, sino por las lecciones morales causadas a la sociedad y por las profundas heridas causadas a la Constitución de la República y a la libertad de prensa.

Agredir a los periodistas y atentar contra la libertad de prensa tiene un precio que los países, en este tiempo, suelen pagar muy caro. Por ejemplo, en un país donde el Presidente de la República ha sido periodista y profesor de varias generaciones de periodistas, ya estamos en varios foros internacionales como un país violador de la libertad de prensa.

Hace poco, la prestigiosa organización internacional Reporteros sin Fronteras expresó en París su preocupación porque las autoridades de la República Dominicana no acaban de dar una seña clara para enfrentar las agresiones a los periodistas en este país y se están haciendo los indiferentes y permitiendo que los atacantes de periodistas se salgan con la suya.

El periodismo es una apuesta de libertad y cuando un reportero sale a la calle a buscar noticias y a rogarle al viento que lo lleve al lugar indicado, necesita hacerlo con seguridad y sin miedo a ser atropellado.

La libreta de un periodista es un santuario y el país del futuro se va a parecer a las historias que escribe el periodista en su libreta. Una libreta rota a manos de la intolerancia, es un mal presagio para un país donde, a pesar de los pesares, siempre ha salido el sol y la gente ha sonreído.

Siempre he pensado que el periodismo es un barco que zarpa cada día en busca de os puertos de la aurora, un barco que dondequiera que va, lleva siempre una carga de sueños. No podemos dejar que ese barco naufrague en el mar de la intolerancia.

Como contador de historias, he caminado mucho y por muchos caminos, sólo por el simple hecho de buscar una historia para contársela a mi tiempo. He trillado las cuatro estaciones y me he acostado sin pedirle permiso a nadie con los cuatro puntos cardinales; he escuchado a los campesinos contar el tiempo, no por los días transcurridos, sino por las cosechas perdidas; me he entregado sin remedio al hechizo de los caminos y le he pedido amores a las tardes de mayo, y muchas veces, de gancho con las estrellas, me he sentado a conversar con los arcoiris para que me cuenten sus colores y me revelen sus tesoros, en lugares que no existen ni en los mapas. Y puedo decirles que la libertad de sentarse a contar una de esas historias cualquiera, sea de un príncipe o sea de un mendigo, no tiene precio. Y eso, a como de lugar, hay que preservarlo.

PUCMM, Santo Domingo

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